Y entonces otra vez será de noche, para las aves, para los fantasmas, para los amantes y para las luciérnagas

Miguel Tejada / Dibujos de Irene Rodríguez

¿Por qué bebemos agua?, le preguntó el profesor al niño quemado. Era una pregunta del tipo ¿por qué el cielo es arriba y no abajo? Y bien, los otros niños callaron. Querían oír la voz del quemado. Palabras quemadas, ideas crujientes, pavesas. Pero no. El profesor miró el boquete en el techo y preguntó: ¿qué dicen ustedes? El niño quemado volvió a su asiento, que ya no tenía espaldar ni tabla para escribir. Cantaban algunos gallos, por ahí. Poco después el sobrevuelo del Blackhawk, y los niños expectantes, o más bien resignados.

Al principio eran seis niños y cuatro niñas. Vecinos de veredas, hijos de hijos del páramo. Después del ataque quedaron solo cuatro. Nadie daba razón de nadie. Pero la naturaleza crecía otra vez, la naturaleza... Había una frase, un título bellísimo, pero el profesor no lo recordaba. Siempre decía: cuando tenga internet, lo busco.

En la sede principal del colegio, que estaba junto al estadio, solo había quedado el conserje, un viejo que se llamaba Agustín, que andaba con un perro criollo que mordía a traición. El viejo decía que no era “ni de unos ni de otros”, y que por eso no lo habían matado así. En el pueblo decían que el rector había sido trasladado a la capital, que él mismo lo había solicitado al día siguiente del ataque, porque le daba miedo morirse así, así, así. El profesor preguntaba: ¿así cómo?

Todas las mañanas había que ir por agua a la sede principal del colegio. El profesor lo hacía sin chistar. Siempre se acordaba de las memorias de Emma Reyes, que había leído cuando estaba en la universidad. Se encariñó con las historias de la niña empobrecida que terminaría exhibiendo sus pinturas en salones parisinos, la amiga de Germán Arciniegas, la de las figuras que a veces parecían picassos, a veces munches, a veces, ¿qué? Munches. Eso; Emma Reyes, la niña que tenía que ir a recoger agua después de arrojar las inmundicias de la bacinilla en cualquier lugar, lejos; la niña que jugaba en el barro y en la basura con otros niños harapientos. El profesor pensaba en la extraña serenidad de esos testimonios de la pobreza y la mala suerte ¿Será uno capaz de ser feliz, así, de ser tranquilo, después de haber sufrido lo innombrable? ¿Qué es lo innombrable?

De la sede central del colegio a la vereda donde quedaba la sede rural había una hora larga a pie. El profesor subía con dos baldes de lata repletos de agua. A veces se detenía en medio de la nada y bebía un poco. El agua estaba helada, azul, porque en la mañana las cosas son azules. A veces pensaba: ¿cambiará el color del agua si uno le habla en otra tonalidad cromática? Le parecía muy divertido ese cuento de la gente que le hablaba al agua para afectarla, para cambiarle el humor. El humor del agua. A veces pasaban hombres por ese camino, casi nunca mujeres. Lo saludaban con pereza, o con desgano. Caminaban mucho, porque los paracos se habían robado las mulas. O las mataban, por deleite, por pura maldad. Aunque los guerrilleros no se quedaban atrás con sus burros bomba. También los pájaros se exiliaban. Huían del sonido de los helicópteros, del rugido de los aviones caza. Todos se van, y los que se quedan pierden fuerzas.


Una semana después del ataque, se cayó todo el techo de la escuela. Los niños se la pasaban afuera, comiendo mangos. La maleza crecía, la humedad cubría las paredes, sobre las cicatrices de las bombas, las mariposas se posaban en los hierros retorcidos y el profesor les decía a sus estudiantes: voy a la principal y vuelvo. Voy por agua. Una vez le dio cinco mil pesos al señor que vendía mangos y le dijo que se quedara un rato ahí, echándoles ojo. Los niños buscaban cosas entre los hierbajos, se asoleaban, se pringaban de monte. El señor de los mangos recibió el billete y preguntó si no tenía más suelto, y el profesor le hizo con la mano una seña: no importa.

En la sede principal estaba el delegado del delegado de quién sabe qué y quién. Llevaba puesto un chaleco brillante, abullonado, de esos que parecen salvavidas para flotar en mar abierto. Hablaba con altanería y sobradez, y respiraba mal, por la altura. Le pidió al profesor que lo esperara sentado afuera de la oficina del rector, que es un cuartito donde también está la cocineta y el clóset donde se guardan implementos de aseo y tonterías que nadie nunca usa. Al rato salió de la oficina una mujer joven, que también llevaba puesto uno de esos chalecos ridículos. Estaba llorando. Tenía el rostro acalorado. Poco antes, el profesor escuchó que la mujer le decía al delegado: “Yo pensé que eras una personita especial, Jhon Freddy...”
El delegado salió y miró con aburrimiento al profesor. Dijo: ahora no se le puede arreglar su escuela, maestro. Lo mejor es que esos niños vengan acá a la principal, o que esperen...El profesor pensó en decirle: no es mi escuela, hombre. Pero solo eso. Pensó.

En el camino de regreso, se le cruzó un ternero manchadito de café. Le habían marcado en el flanco izquierdo las letras A U C. El profesor se detuvo al paso del animal, que no llevaba prisa, y que no lo determinó. Faltaba poco para que empezara a oscurecer. El señor de los mangos se había ido, pero la carretilla estaba allí, junto al pozo seco. Los niños estaban dentro del salón, sentados en sus sillas. El profesor esperó un momento antes de interrumpirlos. Los miró desde afuera. El niño quemado les hacía una demostración de la habilidad que tenía para cazar luciérnagas. La naturaleza y la oscuridad, la naturaleza seguía propagándose en la oscuridad. Eso era. Bellísimo. Título ajeno, título soñado, título justo.

Los niños dijeron que se habían hastiado de comer mangos. Otro preguntó: ¿Y el agua, profe? El profesor se llevó las manos a la cabeza. El niño quemado se carcajeó. Siguieron dos o tres más, contagiados por las risotadas. El profesor se sentó en su silla, otrora acojinada y ahora carcomida, y miró el cielo completo, que es lo que pasa cuando no hay techo.


Irene Rodríguez (Cali, 1988) es maestra interdisciplinar en teatro y artes vivas de la Universidad Nacional de Colombia, cantoterapeuta y diseñadora industrial de la Universidad del Valle. Investigadora, docente y artista interdisciplinar. Es fundadora del Laboratorio de Resonancias - Voz a Vos (2011): ecosistema de creación colectiva, la libre exploración de la voz y las artes de las escucha en su dimensión poética y vital.

www.devozavos.com / cantosenelumbral@gmail.com


Miguel Tejada Sánchez (1982) es doctor en artes y educación. Docente, editor, investigador. Es cofundador de Sic Semper ediciones.